A menos de tres semanas para Halloween, ya es habitual ver decoraciones con la famosa calabaza Jack O’lantern acompañada por sus amigos fantasmagóricos. Pero bromas a parte, y con la llegada del otoño, la calabaza vuelve a protagonizar o por lo menos, a acompañar muchos de los platos de temporada.
¿Quién de vosotros no ha tomado un puré de calabaza? ¿Salsa de calabaza? ¿Calabaza frita? ¿Al horno? ¿O pastel de calabaza? ¿Calabaza frita? ¿Mermelada de calabaza? (Ya os aviso que está exquisita…
Las aplicaciones de la calabaza en la cocina son infinitas (o casi). Su atractivo color y delicioso sabor convierten a la calabaza, en un ingrediente muy versátil tanto en platos salados como dulces.
Su característico color amarillo es debido a su riqueza en betacaroteno (provitamina A), o que es lo mismo, pigmentos naturales liposolubles de colores vivos, amarillentos y rojizos, mediante los que el hígado y el intestino delgado son capaces de generar vitamina A, nutriente esencial para nuestro organismo.
También es rica en vitamina C, y en menor cantidad, algunas vitaminas del grupo B. Entre los minerales que contiene cabe destacar su cantidad de Potasio, Magnesio, Hierro y Zinc. Toda esta riqueza en nutrientes la convierten en una buena fuente de antioxidantes.
Es baja en calorías (menos de 20 Kcal. Por cien gramos) y rica en agua y fibra soluble (mucílagos), por lo que suele estar indicada a las personas que quieren perder peso o mantenerlo, a no ser que la cocinemos frita o acompañada con grasas y/o azúcares añadidos. (Ya le dedicaré otro post). Pero eso no es todo: